A montanha mágica

sexta-feira, setembro 21, 2007

ABC: Carson McCullers







Na Península Ibérica há suplementos culturais de jornais e suplementos culturais de jornais. Para mim, dos que conheço, embora haja sempre mais, o melhor é o ABCD las artes y las letras, o suplemento que sai aos sábados no jornal diário ABC. Em Portugal não há nenhum que lhe chegue aos calcanhares e julgo que por Espanha, assim de repente e com estas caraterísticas, também não. Não viria nenhum mal ao mundo se por cá o tentassem imitar, se tentassem aproximar-se dele.
No passado fim de semana, e é sempre uma surpresa folhear as suas páginas, logo na segunda página e na terceira e na quarta um conto inédito chamado El Orfanato, os contos completos, agora editados em Espanha com o título El aliento del cielo, um volume de ensaios e outros textos intitulado «El mudo» y otros textos, uma fotografia de Carson McCullers e George Davis deitados na relva e uma outra fotografia em que vemos Carson McCullers beijar Marilyn e Isak Dinesen de copo na mão, as três sentadas à mesa. 684 páginas de e sobre Carson McCullers. Porque amanhã é sábado...


Carson Mccullers - El Orfanato

Cómo el Hogar llegó a asociarse con el frasco siniestro pertenece a la ló-gica fluida de la infancia, porque al comienzo de este episodio yo no de-bía de tener más allá de siete años. Pero el Hogar, residencia de los huér-fanos de nuestra ciudad, quizás fuese en parte responsable debido a su misteriosa fealdad. Era un edificio grande, con techo de dos aguas, pin-tado de un color verde negruzco, que tenía delante un patio cuidado-samente barrido y totalmente vacío con la excepción de dos magnolios. En el patio, rodeado por una verja de hierro forjado, se veía muy pocas veces a los huérfanos cuando te detenías en la acera para mirar dentro. El patio de atrás, por otro lado, fue para mí durante mucho tiempo un lu-gar secreto; el Hogar estaba en una esquina, y una alta valla de tablas ocultaba lo que sucedía dentro, pero cuando se pasaba por allí se oía el sonido de voces y en ocasiones el ruido de algo semejante a metales en-trechocados. El secreto y los ruidos misteriosos me asustaban mucho. En el camino a casa desde la calle principal del pueblo pasaba a menudo por delante del Hogar con mi abuela, y ahora, en el recuerdo, tengo la sensa-ción de que siempre lo hacíamos al atardecer y en invierno. Los sonidos de detrás de la valla de madera parecían teñidos de amenazas en la luz que se desvanecía, y la puerta de la verja delantera estaba increíblemente fría cuando se la tocaba. La melancolía del patio sin hierba e incluso el resplandor de luces amarillas detrás de ventanas estrechas parecía de al-gún modo corresponderse con la terrible información que por aquel en-tonces llegó a mis oídos.

Mi confidente fue una niña llamada Hattie, que debía de tener nue-ve o diez años. No recuerdo su apellido, pero hay algunos otros datos so-bre la tal Hattie que son inolvidables. Para empezar me dijo que George Washington era tío suyo. En otra ocasión me explicó lo que hacía negros a los negros. Si una chica, me dijo, besaba a un chico, se convertía en una persona de color y, cuando se casaba, sus hijos también eran negros. Sólo los hermanos eran la excepción a aquella regla. Hattie era pequeña para su edad y dentuda, de cabellos rubios grasientos que se sujetaba en la nuca con un pasador enjoyado. Se me había prohibido jugar con ella, quizá porque mi abuela o mis padres advertían un elemento malsano en aquella relación; si mi suposición es correcta, estaban por completo en lo cierto. Yo había besado en una ocasión a Tit, que era mi mejor amigo pero sólo primo segundo, de manera que día a día me iba convirtiendo lentamente en una persona de color. Era verano y día a día me ponía más morena. Quizá confiaba en que Hattie, después de haberme revelado aquella terrible transformación, tuviera de algún modo el poder de dete-nerla. En el doble cautiverio de la culpa y del miedo, yo la seguía por todo el barrio y ella me pedía a menudo monedas de cinco y diez centavos.

Los recuerdos infantiles poseen una extraña cualidad volandera, y zonas de oscuridad rodean los espacios de luz. Los recuerdos de infancia son como velas encendidas en una hectárea de oscuridad, e iluminan es-cenas inmóviles, separándolas de la negrura circundante. No recuerdo dónde vivía Hattie, pero en cambio un corredor y una habitación de su casa poseen una nitidez asombrosa. Ni tampoco sé cómo sucedió que fui a aquella habitación, pero lo cierto es que estuve allí con Hattie y con mi primo, Tit. Era a última hora de la tarde y la habitación no estaba del todo oscura. Hattie llevaba un vestido indio, con una cinta para el pelo de brillantes plumas rojas y nos había preguntado si sabíamos de dónde venían los bebés. Las plumas indias de su cinta, por alguna razón, me da-ban miedo.

-Crecen dentro de las señoras -dijo Tit.

-Si juráis que nunca se lo diréis a ningún ser vivo, os enseñaré una cosa.

Debimos de jurar como nos pedía, aunque recuerdo cierta descon-fianza y el temor a nuevas revelaciones. Hattie se subió a una silla y bajó algo de la estantería de un armario. Era un frasco, con una cosa extraña y roja dentro.

-¿Sabéis qué es esto? -preguntó.

Lo que había dentro del frasco no se parecía a nada que yo hubiera visto antes. Fue Tit quien preguntó:

-¿Qué es?

Hattie esperó y en su rostro, debajo de la hilera de plumas, apareció una expresión astuta. Al cabo de unos momentos de suspense, dijo:

-Es un bebé muerto y escabechado.

El silencio en la habitación era completo. Tit y yo nos miramos de reojo horrorizados. No tuve valor para mirar de nuevo, pero Tit contem-plaba el frasco con aterrada fascinación.

-¿De quién? -preguntó por fin en voz baja.

-Fíjate en la cabecita roja con la boca. Y las piernecitas rojas, aplas-tadas debajo. Mi hermano lo trajo a casa cuando estudiaba para ser boti-cario.

Tit extendió un dedo y tocó el frasco; después se puso la mano de-trás de la espalda:

-¿De quién? ¿El bebé de quién?

-Era huérfano -dijo Hattie.

Recuerdo el leve sonido susurrante de nuestros pasos mientras salía-mos de puntillas del cuarto, recuerdo que el corredor estaba oscuro y que al final había una cortina. Ése, por suerte, es mi último recuerdo de la tal Hattie. Pero el huérfano escabechado me obsesionó durante algún tiem-po; una vez soñé que la Cosa había salido del frasco y deambulaba por el orfanato y yo estaba encerrada dentro y me estaba buscando... ¿Me creí que en aquella casa melancólica, con tejado de dos aguas, había estante-rías llenas de aquellos frascos sobrecogedores? Probablemente sí..., y no. Porque el niño distingue dos capas de realidad: la del mundo, que se acepta como una inmensa confabulación de todos los adultos; y la no re-conocida, la escondida y secreta, la profunda. En cualquier caso, seguí yendo muy pegada a mi abuela cuando, a última hora de la tarde, pasá-bamos junto al Hogar, al volver del centro. Por aquel entonces yo no co-nocía a ninguno de los huérfanos, dado que iban a la escuela de la calle Tercera.

Tuvieron que pasar varios años antes de que dos sucesos me hicieran entrar en contacto directo con el Hogar. Para entonces me consideraba ya una chica mayor, y había pasado por delante miles de veces, ya fuese a pie, con patines o en bicicleta. El terror había disminuido hasta conver-tirse en algo así como una peculiar fascinación. Siempre miraba fijamen-te el edificio al pasar y a veces veía a los huérfanos, que caminaban en for-mación, aunque con lentitud dominical, hacia la catequesis y los servicios religiosos después, los dos huérfanos de mayor tamaño delante y los dos más pequeños al final. Tenía unos once años cuando se produjeron cambios que me acercaron más como espectadora y abrieron una inesperada dimensión novelesca. En primer lugar, a mi abuela la hicieron miembro del Consejo del Orfanato. Eso sucedió en otoño. Luego, al comienzo del trimestre de primavera, los huérfanos se trasladaron al instituto de la ca-lle Diecisiete, al que también iba yo, y tres de ellos estaban conmigo en sexto grado. El traslado se hizo debido a un cambio en los límites de los distritos escolares. A mi abuela la eligieron porque le gustaban los conse-jos, los comités y las reuniones de asociaciones, y porque había fallecido por entonces un anterior miembro del Consejo del Orfanato.

Mi abuela visitaba el Hogar una vez al mes, aproximadamente, y la acompañé en su segunda visita. Era el mejor momento de la semana, un viernes por la tarde, con la amplitud que daba a aquellas horas la proxi-midad del fin de semana. La tarde era fría y el sol del crepúsculo provo-caba violentos reflejos en los cristales de las ventanas. Dentro, el Hogar era muy distinto de lo que había imaginado. El amplio vestíbulo estaba prácticamente vacío y en las habitaciones no había cortinas, ni alfombras, ni apenas muebles. El calor procedía sólo de estufas en el comedor y en la sala común, junto al salón principal. La señora Wesley, la directora del Hogar, era una mujer grande, bastante dura de oído, que mantenía la boca ligeramente abierta cuando conversaba con personas importantes. Siempre parecía faltarle el aliento, y hablaba con acento nasal y voz plá-cida. Mi abuela había llevado algo de ropa (la señora Wesley lo llamaba prendas), donada por las diferentes iglesias de la ciudad y las dos se en-cerraron para cambiar impresiones en el frío salón principal. A mí me confiaron a los cuidados de una chica de mi misma edad, llamada Susie, y salimos de inmediato al patio de atrás, el que estaba rodeado por la va-lla de madera.

Aquella primera visita me resultó incómoda. Chicas de todas las eda-des jugaban a cosas distintas. Había en el patio una tabla flexible sobre dos soportes que permitía dar saltos, una barra fija y un juego de tejo di-bujado en el suelo. La confusión me hizo ver aquel patio lleno de niños como un todo en completo desorden. Una niñita se me acercó para pre-guntarme qué era mi padre. Y, como tardaba en contestarle, dijo:

-El mío era vigilante de la vía del ferrocarril.

Luego corrió a la barra fija y se colgó de las rodillas: el pelo le cayó recto desde la cara, muy encarnada, y debajo de la falda llevaba unos po-lolos marrones de algodón.



posted by Luís Miguel Dias sexta-feira, setembro 21, 2007

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