A montanha mágica

sexta-feira, março 28, 2003

LITERATURA

Gostámos muito de Mário Vargas Llosa, e por isso aqui deixámos uma primeira visão do seu mais recente livro.
Apresentámos também um excerto do mais recente trabalho de Imre Kertész.


El paraíso en la otra esquina
Mario Vargas Llosa
Alfaguara. Madrid, 2003. 440 páginas, 21’95 euros

La nueva novela de Vargas Llosa trata de dos personajes históricos: la utópica Flora Tristán y el pintor Paul Gauguin. Y es una prueba de su capacidad para recrear imaginativamente el pasado y permitirnos extraer varias y aún contradictorias opciones morales


La nueva novela de Vargas Llosa, como había anunciado, trata no ya de seres de ficción, de vivencias más o menos próximas, sino de dos personajes históricos: la utópica Flora Tristán y el pintor Paul Gauguin. Tras cada una de las novelas del autor descubrimos una tesis, un argumento moral, un compromiso. El paraíso en la otra esquina se plantea, contrapuestas, dos vidas que no coinciden en el tiempo y sólo parcialmente en el espacio, aunque Gauguin fuera nieto de Flora Tristán. Flora Tristán morirá, a los cuarenta y un años, en Burdeos, el 14 de noviembre de 1844. Gauguin, el 8 de mayo de 1903, en Hiva Hoa, en las Islas Marquesas, a los cincuenta y cinco.

Pero no es tan sólo el vínculo familiar y peruano lo que atraerá a Vargas Llosa. Ambos personajes luchan por ideales que han de superarles, la pacífica revolución obrera y feminista o el arte como deseo de perfección. Flora Tristán fue víctima, por su condición femenina, de un marido cruel, al que acabará abandonando. Su lucha por la liberación de la mujer será paralela a la defensa de una clase obrera que tratará de descubrir en sus viajes mediante comités que coordina en diversas ciudades francesas. Su horror al sexo, pese a unas breves relaciones lésbicas, procederá de la violencia marital. Gauguin, por el contrario, defenderá la libertad sexual como parte de la exaltación del primitivismo que le llevará a abandonar una cómoda vida burguesa como agente de Bolsa, casado y padre de varios hijos por una tardía vocación pictórica que habrá de conducirle hasta los mares del Sur. Gauguin será un artista rebelde, víctima de la sífilis; en tanto que Flora llevará en su pecho la bala disparada por su marido.

El Paraíso en la otra esquina podría entenderse como la síntesis de dos biografías paralelas. El mayor esfuerzo del novelista consiste en convertirlas en novela, alternando (como hiciera Faulkner) los capítulos y alterando los tiempos de tal modo que cada uno de los héroes vive y se sirve del recurso de la memoria para darnos a conocer los varios y exóticos ambientes (histórica y geográficamente) en los que se desarrollan las acciones. El narrador pasa de la exposición objetiva a una segunda persona, equivalente al desdoblamiento del narrador. Utiliza con maestría los tiempos y, en especial, el desorden de la memoria. Tales mecanismos nos conducen hasta la imaginaria autobiografía. Flora Tristán se moverá en los cenáculos del socialismo utópico y el narrador nos trasladará a Inglaterra, donde se horrorizará de las condiciones en las que viven los obreros, con horarios desorbitados y condiciones infrahumanas, en locales donde se hacinan mujeres y niños. Vestida de hombre, mostrará también las perversiones de la burguesía en los finishes.

Pero el clima logrado se construye también gracias a la bulliciosa amalgama de personajes que rodean a los protagonistas. Las mujeres indígenas de Gauguin, Olympia, el amor de Flora, calificada de “Andaluza”. Gauguin, ya Koke, intentará suicidarse sin éxito con arsénico. Contradictorio, se manifestará en las Islas como antichino, ultracatólico o agnóstico; partidario del sexo, enfermo hasta la ceguera y la muerte de la enfermedad que no se nombra. Flora, de origen peruano, viajará a Arequipa con su familia en un periplo lleno de incidentes, propio de la novela de aventuras. Pero será la descripción de la ciudad, de la figura de su tío (fue hija natural), de la relajada vida en los conventos, testigo del cuartelazo del 3 de enero de 1834, de las batallas descritas con un toque grotesco, lo que resultará más atractivo, así como la figura de su prima Dominga, huida de la vida religiosa. La reflexión de Flora en casa de don Mariano Goyeneche resume su conciencia de culpabilidad: “¿Qué cara habría puesto don Mariano de Goyeneche, leyendo, en Peregrinaciones de un paria, la verdad sobre los embustes que le hiciste tragar? ¡La sobrinita pura y cándida, a la que le pagó un pasaje al Perú, resultó ser una esposa y madre indigna, perseguida por la policía! Se habría ido a confesar y, esa noche, apretado más el cilicio sobre sus entecas carnes”.

La mezcla de tiempos y escenarios le permitirá narrar los primeros contactos con los impresionistas de Gauguin, su incial doble vida, su relación con Van Gogh, la atracción por los mahus (el sexo intermedio) y la experiencia del pintor al respecto, el juego infantil del Paraíso –de donde procede el título de la novela–. En cuanto a Flora sabremos de su contacto con Fourier, de un casual encuentro con Carlos Marx, sus coqueteos con el coronel Bernardo Escudero. Pero si una se encuentra en el ámbito de Lamartine y Victor Hugo; el otro conoce ya la obra de Poe y Mallarmé, al tiempo que plantea una original concepción del arte contemporáneo. La nueva novela de Vargas Llosa es una prueba de su capacidad para recrear imaginativamente el pasado y permitirnos extraer, como lectores, varias y aún contradictorias opciones morales.


Joaquín MARCO



El fiasco
por Imre Kertész


Poco antes de recibir el último premio Nobel Imre Kertész terminó una novela sobre el destino y la identidad, El fiasco, que está a punto de publicar en España El Acantilado: la historia de un viejo escritor obligado a escribir para no “perder de vista el verdadero objetivo de su actividad literaria ( llegar a ser un escritor jubilado, alguien que gracias a sus libros merecía dejar de escribirlos)”, y que, incapaz de encontrar una historia que narrar, y tras revisar las ideas, los esbozos, los fragmentos y los paseos de pensamiento, “depositó de repente toda la confianza en sus papeles”, los que estaba en un viejo secreter.. Y éste fue su relato...


Köves se despertó con un zumbido en los oídos; probablemente se había dormido y a punto estuvo de perderse el extraordinario momento en que, descendiendo de las alturas estrelladas, pasaban a la noche terrenal. Mientras el avión daba vueltas, surgían luces dispersas y centelleantes en el horizonte que ora aparecía, ora desaparecía; bien podría haberlas tomado por una caravana de barcos que avanzaba meciéndose en el oscuro océano. Sin embargo, aquello de abajo era tierra firme. ¿Tan pobre era el aspecto que presentaba la ciudad? Köves recordó su hogar, la otra ciudad –Budapest– que acababa de abandonar. Y aunque llevaba dieciséis horas volando, sintió, como una ligera borrachera, la certeza de la distancia que lo separaba del familiar recodo del Danubio, de los puentes con sus ristras de lámparas, de las colinas de Buda y de la luminosa corona del centro. Abajo, sin embargo, también observó una cinta que brillaba suavemente: un río tal vez. Por encima pasaban unos arcos apenas iluminados: puentes, supuso. Y cuando descendieron aún más, pudo comprobar que, a un lado del río, la ciudad se extendía por una llanura y, al otro, se había instalado sobre una zona de montes y colinas.

Köves no tuvo tiempo para seguir observando el paisaje. El avión aterrizó, y se inició entonces el típico ajetreo del momento: desabrocharse el cinturón de seguridad, arreglarse con unos cuantos rápidos gestos la ropa arrugada, despedirse correctamente del vecino inglés que volaba alrededor del mundo como representante de una superempresa y del que Köves sacó gran provecho gracias a la experiencia acumulada por este hombre en sus vuelos. Todo ello turbó un poco a Köves, quien, al fin y al cabo, cruzaba por primera vez en su vida diversos continentes y era, además, el único viajero que se apeaba en esta escala. Por otra parte, tuvo la sensación de que todas las fatigas del viaje se precipitaban de golpe sobre él: apenas podía esperar el momento en que lo despojaran de su equipaje –que, a decir verdad, consistía en una única maleta, pues pensaba conseguir los demás objetos que necesitara en el lugar, con la ayuda de su amigo, una persona conocida y bien situada-y poder ponerse en manos de los empleados.

No obstante, esperó en vano; nadie vino a su encuentro. El aeropuerto, sumido en la oscuridad, parecía completamente abandonado. ¿Qué ocurría? ¿Estaban acaso en huelga? ¿Había estallado una guerra y habían oscurecido el aeropuerto? ¿O era una simple negligencia, de modo que dejaban en manos del forastero la búsqueda de su camino? Köves dio unos pasos titubeantes en la dirección en que su mirada intuía unos perfiles más o menos definidos en la lejanía, supuestamente del edificio del aeropuerto; pero de pronto resbaló –por lo visto, se había apartado de la pista de hormigón en la oscuridad–, y tuvo al mismo tiempo la sensación de recibir una repentina bofetada. Era el potente chorro de luz de un reflector, dirigido de forma implacable contra su rostro. A continuación, el cono luminoso –que parecía haberse limitado a comprobar su fastidio– se deslizó rápidamente hacia abajo, como si palpase su cuerpo, y se detuvo por un momento ante sus pies, para avanzar luego unos metros por el suelo, volver hacia Köves y avanzar nuevamente. ¿Así querían mostrarle el camino? Sea como fuere, se trataba de un procedimiento peculiar; podía interpretarse como una deferencia o como una orden. Mientras reflexionaba sobre ello, Köves tomó conciencia de que –empuñando la maleta– se ponía en movimiento para seguir aquel cono luminoso danzarín.

Debió recorrer un trecho bastante largo. La luz del reflector lo sumía todo en una oscuridad absoluta; aun así, se le antojó a Köves que bajo sus pies se iban alternando el terreno cubierto de malas hierbas y las pistas de despegue y aterrizaje. Estas, sin embargo, le parecían estrechas; quizá no habrían servido para el aterrizaje del gigantesco aparato moderno en el que Köves había llegado; la pista más ancha –pensó– seguramente había sido construida hacía poco, lo cual explicaba por qué se hallaba a mayor distancia que las otras. O –siguió cavilando– ¿querían evitar que el forastero lo viera todo claro en seguida?

Los rayos de luz se apagaron de golpe. Por lo visto, Köves había llegado a su destino. Se encontró frente a frente con la entrada iluminada y con un hombre. O, para ser precisos, con un contorno de forma humana –situado unos escalones encima de él–, puesto que, una vez más, la iluminación se proyectaba de tal manera que volvía a deslumbrarlo. Aun así, al menos había allí un hombre: por fin. Y Köves no se dirigió a él por la sencilla razón de que, en su repentina confusión, ni siquiera sabía en qué idioma saludarle.

Pero el hombre acudió en su ayuda: –¿Ya estamos aquí? –inquirió. La pregunta parecía más que nada un saludo amable, y el sospechoso matiz de un tono de voz difícil de definir –que tal vez expresaba incluso cierto regodeo por la desgracia ajena– posiblemente era un producto añadido de la imaginación de Köves.
–Sí –respondió.
–Pues ya ve –dijo el hombre, con un tono de voz que volvía a provocar quebraderos de cabeza a Köves, probablemente porque no podía verle la cara. No sabía si percibir en él cierto sarcasmo, una vil amenaza o una simple y llana afirmación. Y la inseguridad lo impulsó a justificarse, pese a que nadie se lo había pedido:
–He venido a ver a mi amigo –dijo–. No le avisé con antelación porque quería darle una sorpresa...
–¿Qué amigo? –preguntó el hombre.
–A un tal Sziklai... que luego se llamó Stones... y actualmente se apellida Sasson, un comediógrafo y guionista mundialmente famoso –explicó Köves. Y como quien siente por fin el suelo firme de los hechos bajo los pies, añadió con un tono mucho más decidido: –¡Tiene que conocer el nombre!
–Sabe usted perfectamente que aquí no podemos conocer a un escritor con ese nombre-dijo el hombre.
–¿No? –preguntó Köves, y como no le llegó respuesta alguna, agregó: –A decir verdad, no lo sabía, pero tomaré nota. –Permaneció allí un rato, la luz amarillenta que se proyectaba sobre él desde la entrada alargaba su sombra de manera extraña de tal forma que la maleta que colgaba de su mano parecía una masa informe perteneciente a su cuerpo. Luego preguntó en voz mucho más baja, como cuando adoptamos un tono de confianza después de un intercambio de palabras introductorias: –¿Dónde estoy?
–En casa –sonó la respuesta. El hombre calló por un momento. Cuando volvió a hablar en la fresca noche primaveral, Köves vio su ligero hálito, por fin una prueba irrefutable de su realidad física. En esta ocasión preguntó a Köves con inequívoca amabilidad, casi con cierta simpatía hacia él: –¿Quiere volver?
–¿Cómo? –preguntó Köves.

Con un gesto que parecía una invitación, como si le hiciera una muda oferta a Köves, el hombre estiró el brazo. Köves se volvió: una diminuta hilera de ventanas apenas distinguible fulgía en lontananza. Tal vez era el avión en el que acababa de llegar. De pronto sintió una intensísima nostalgia por la seguridad de la cabina de pasajeros, por el calor del aire acondicionado, por los cómodos asientos, por la mezcla internacional de los viajeros, por las sonrientes azafatas, por las despreocupadas ceremonias de las comidas en que los platos aparecen como por ensalmo, y hasta por el taciturno vecino inglés que siempre sabía de dónde partía y adónde llegaba.


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posted by Luís Miguel Dias sexta-feira, março 28, 2003

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Pousa sobre os relógios de sol as tuas sombras
E larga os ventos por sobre as campinas.


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